Reflexiones

Desde algún lugar del mundo 26 de Mayo del 2015

ALGUNAS IDEAS SOBRE LA VIOLENCIA EN EL SALVADOR.

07SEP
(Estadísticas del Instituto de Medicina Legal, 1999-2000, p. 127).
Violencia es un término muy amplio. Hace más o menos un año, algunas personas escribimos un cuarentón ensayo sobre la violencia en El Salvador, intentando delinear el espectro que va desde las cogniciones más cotidianas hasta los asesinatos en masa. Retomo ciertas ideas generales, que me rondan a diario en la cabeza, y que me pegaron más fuerte al leer el blog 100 días en la república de la muerte. No tienen necesariamente continuidad, porque son fragmentos de los diversos apartados.
Quedan estas ideas a su consideración, si se sobrepone a la haraganería de leer semejante mamotreto. Si lo prefiere, puede leer la versión oficial acerca del por qué de la violencia en El Salvador aquí.
[en respuesta al cuestionamiento que deberá surgir en determinado punto de la lectura: sí, es violencia simbólica, hacia arriba, muy arriba; felicidades por notarlo.]
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“…Más allá de eso, el problema fundamental radica en que la violencia es, en el sistema social salvadoreño, un modo de vida, un modo de relacionarse con los demás miembros de la sociedad; no es en modo alguno una simple manifestación de ‘falta de valores’, sino un repertorio de conductas y cogniciones que ha sido adquirido por individuos y grupos, a través de su desarrollo como tales en el seno de un orden social que le da la espalda a la gran mayoría, en pos de sus propios intereses. El salvadoreño y la salvadoreña promedio están expuestos en cada etapa de su vida a diferentes formas de violencia, desde el maltrato infantil hasta la violencia institucional. No es extraño entonces que su psiquis se vaya configurando a partir de la violencia, interiorizando a esta como forma de resolución de conflictos, y sobre todo, como forma de relación social entre personas.
Un acto violento, en particular, y la cultura de violencia en general, no es sólo un problema de gran magnitud en el país; sin afán de minimizar este fenómeno, la cultura de violencia es, en cierto modo, un síntoma, y al ahondar en él, se pone al descubierto una macroestructura social que históricamente ha violado los derechos humanos más básicos de quienes se encuentran en ella, siendo incapaz de proveerles una vida digna. Los mecanismos de represión a estos sectores son justificados por quien los aplica, y avalados por el resto de la sociedad, que, irónicamente, considera que el uso de la violencia es lo que se necesita para terminar con la violencia.
“La violencia actual hunde sus raíces en un conflicto social que se remonta a la fundación misma de la república, que luego evolucionó hasta convertirse en un enfrentamiento armado. Lo paradójico es que al concluir éste, algunas formas de violencia no sólo no hayan desaparecido, sino que incluso hayan aumentado. No podía ser de otra manera, porque la violencia es estructural, es decir, es algo que está más allá de su manifestación bélica. Para erradicarla es necesario transformar esas estructuras violentas, que no han sido tocadas por la transición de posguerra” (Editorial, 1997, p. 942).
El hecho de que la violencia hunda sus raíces en la historia del país, no quiere decir que sus manifestaciones sean las mismas en la actualidad que hace varias décadas. Pasado y presente se funden para determinar la esencia de la violencia. Ésta se actualiza en consonancia con la realidad del “aquí y ahora” (Editorial, 1997), pero no un “aquí y ahora” aislado, sino uno al que se ha a llegado a través de la cadena de sucesos históricos pasados, a los cuales está sujeto de manera íntima. Como Martín-Baró (1985, p. 360) sostiene, para analizar el fenómeno de la violencia se debe partir del reconocimiento de su complejidad: “la perspectiva histórica es necesaria para encontrar el sentido psicosocial de las diversas formas de violencia”.
Indudablemente, el estigma más claro para la actualidad es el que dejó la guerra civil que atravesó El Salvador de 1980 a 1992. El sólo hecho de seguir llamando a la época actual como “posguerra” lleva implícita la idea de que está en gran parte relacionada con la guerra. Doce años de conflicto y alrededor de 75 mil muertos dejaron huella en las construcciones mentales y sociales de la población salvadoreña. Construcciones profundas que no se deshacen simplemente con discursos de paz y democracia.
(…) la violencia se fue insertando en las concepciones de la sociedad, como una manera eficaz para dirimir los conflictos, y obtener beneficios más rápidamente. En 1932, el genocidio fue la forma ideal para “contrarrestar la ola comunista”. Dejando de lado el debate sobre si constituía parte del influjo de la revolución rusa o si no lo era, se debe comprender que se olvidó, o se quiso hacer olvidar, que ante todo, antes de comunistas, pobres, revolucionarios o indígenas, eran seres humanos, que se sublevaban como respuesta a una situación represiva. Ya desde entonces los medios de comunicación colaboraban con el Estado, ocultando las causas estructurales que generaron esta sublevación, poniendo en cambio la etiqueta de “comunista” (PNUD, 2003), a todo campesino que se mostrara inconforme con la situación de miseria en la que se encontraba.
Entre 1932 y 1980, se dieron sucesivos golpes de estado, con los militares alternando entre ellos mismos (muchas veces no de común acuerdo) el ejercicio del poder, y la represión continuó, por medio del terrorismo “desde arriba”, es decir, proveniente de decisiones políticas, lo que a su vez generaba un terrorismo “desde abajo”, como respuesta a una situación de injusticia (Martín-Baró, 1985). Finalmente, ocurrió en estallido social en 1980. La contribución de la guerra, a la explosión de violencia en la actualidad se debe en gran parte a la que señala el siguiente extracto:
“La guerra, dada su naturaleza, creó normas y valores sociales que legitimaron y privilegiaron el uso de la violencia en las relaciones sociales, exacerbando y universalizando la cultura de la violencia en la que ahora vivimos inmersos. Pero esta cultura no es una simple herencia de la guerra, sino que es actualizada por los comportamientos sociales e individuales cotidianos. Así, la violencia ha llegado a ser aceptada como forma posible e incluso requerida de comportamiento, convirtiéndose en una cultura, cuya mentalidad y valores privilegian la acción violenta” (Editorial, 1997, p. 942.).
(…) Tanto estos autores como Martín-Baró (1985) llaman la atención acerca de la confusión entre los términos agresión y violencia. Martín-Baró afirma que, en teoría, el término violencia es más amplio que agresión, siendo que la primera implica un acto en el que se aplica una dosis excesiva de fuerza, y la agresión sería esta fuerza, usada contra alguien de manera intencional para causar un daño de cualquier índole. A grandes rasgos, se habla de tres tipos de daño: físicos, perjuicios corporales y materiales; psicológicos, trauma sufrido; simbólico, afectación negativa a símbolos y representaciones, por ejemplo, dañar la identidad nacional al quemar públicamente la bandera (Savanije y Andrade Eekhof, 2003).
La violencia puede ser individual o interpersonal, grupal o institucional. En cualquier modalidad, se distinguen tres clases de actores (Savanije y Andrade Eekhof, 2003):
1. El agresor: quién ejerce los actos violentos.
2. La víctima: persona receptora de los actos de violencia.
3. Los observadores: influyen en la percepción que los demás tienen del acto de violencia, y por tanto, definen la importancia y el significado que se le dará a los eventos, y pueden ser parte del desenlace. Pueden mostrar acuerdo, indiferencia o desacuerdo. Si es una de las dos primeras reacciones, los otros no perciben la urgencia o importancia del acto; si es la tercera reacción, se puede comunicar discordancia entre el modo de proceder de los agresores y las normas y reglas establecidas, de modo que los demás puedan enfrentar ese hecho. Aunque la atención de los observadores no garantiza que se tome parte en el acto de violencia, ni que se influya en el desenlace.
Según Martín-Baró (1985), hay tres presupuestos con respecto a la violencia: a) la violencia presenta múltiples formas, y entre cada una de ellas pueden haber diferencias muy importantes. Es un cambiante conjunto de conductas y actitudes, no un esquema comportamental rígido y permanente. No se puede analizar de igual modo la violencia estructural exigida para el ordenamiento social y la violencia interpersonal. b) la violencia tiene carácter histórico, no se puede entender fuera del contexto social en el que se produce. La violencia y su justificación llevan a examinar el acto de violencia en el marco de los intereses y valores concretos que caracterizan a cada sociedad o grupo en un momento de su historia. El planteamiento de “condenar la violencia, venga de donde venga”, resulta falaz, al ignorar la génesis, significación y consecuencias del acto violento. Este planteamiento proviene de instancias sociales que pretenden situarse por encima de los conflictos, aunque se vincula a las fuerzas en el poder. c) la violencia tiene una dinámica, la “espiral de violencia”. Los actos de violencia social tienen un peso autónomo que los dinamiza y multiplica. La agresión desencadena un proceso que, puesto en marcha, tiende a incrementarse, sin que para detenerlo baste con conocer sus raíces originales.
Además, Martín-Baró (1985) observa que todo acto violento posee cuatro factores constitutivos: la estructura del acto (si la violencia es un fin en sí mismo, o un medio para lograr un objetivo), los factores personales, el fondo ideológico (intereses tras el uso de la violencia), y el “contexto posibilitador”, tanto en su mayor amplitud, el social, como el más inmediato, el situacional. Al hablar de una cultura de la violencia, se coincide con la explicación que Martín-Baró (p.373) da sobre dicho contexto: “ante todo, debe darse un contexto social que estimule o al menos permita la violencia. Con ello nos referimos a un marco de valores y normas, formales o informales, que acepte la violencia como una forma de comportamiento posible e incluso la requiera”.
La sociedad salvadoreña ha emergido de un largo conflicto armado, y ha iniciado, en teoría, un tránsito a la consolidación democrática. Pero la manera de ejercer el control social en la sociedad salvadoreña sigue siendo, por antonomasia, el uso de la violencia, practicada en todos los ámbitos: en la política, para mantener el control sobre el Estado nacional y los gobiernos locales, así como para imponer un tipo determinado de sociedad; en los lugares de trabajo, para imponer las condiciones del mismo; incluso en la familia, para el sometimiento de las mujeres y los niños y niñas. La violencia es un medio para transmitir valores y normas sociales que orientan la vida cotidiana en la sociedad salvadoreña. Así pues, según el IUDOP (1999), existen diferentes áreas sobre las que se puede indagar y a través de las cuales se puede observar nuevamente el carácter inmanente de la violencia; está presente, de forma muy acentuada, en todas las etapas del ciclo vital de gran parte de los salvadoreños y las salvadoreñas. Y no son formas que ocurren de manera lineal, sino que muchas de éstas suelen superponerse entre sí, e incluso ser factor de riesgo para que se den otras.
Entre 1994 y 1995, las tasas de homicidios intencionales eran de 150 y 160 asesinatos por cada 100 mil habitantes. Y, según el Instituto de Medicina Legal y la PNC: entre 1999 y 2000, la tasa era de 31 por 100 mil; en el 2003, subió a 36 por 100 mil, y la Procuraduría General de la República sostiene que el número es 55. Sin importar la fuente, estos datos causan alarma, ya que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera epidemia cuando la tasa superior es 10 por 100 mil (PNUD, 2005). Ahora, se reporta que, de enero a octubre del 2005 (Salamanca, 2005b), ocurrieron 3,043 asesinatos. Según el Ministerio de Gobernación, julio fue el mes más violento del año 2005: 376 personas fueron asesinadas, esto es, un promedio de 12 personas por día. En comparación con julio del 2004, hubo 130 asesinatos más (Lemus, 2005). Haciendo un contraste muy sencillo, se puede decir que, en un mes del 2005, ocurrieron más asesinatos que en seis meses de 1992.
La violencia trae consigo costes humanos, económicos, y sociales. Pero su efecto más perjudicial es la escisión que causa en el tejido social. La guerra jugó un papel esencial en este rompimiento del tejido social (Editorial, 1997) y la posguerra lo ha jugado en su continuidad. No se han hecho demasiados esfuerzos para lograr atacar las causas que llevaron a la guerra. Al hablar de la violencia en la guerra no se debe olvidar que ésta no se debió a “una pérdida de valores masiva” o “al avance de las ideas comunistas en América Latina”, sino que obedeció a la agudización de un conflicto inherente al sistema social salvadoreño. Es ese conflicto y abismo entre poderosos y desposeídos lo que no se ha logrado sanar en la posguerra, y es lo que no permite una verdadera transición hacia la democracia. Solamente curando esas heridas estructurales se podrá reparar el tejido social que se desarrolle entre una cultura de paz. Como sostiene Vasilachis (2004, p. 117), “la intensidad de la violencia no se mide sólo por los ataques a la vida y a la integridad de las personas, sino, además, por la violación sistemática del derecho a vivir la vida dignamente”.
Actualmente, América Latina, a excepción de Colombia, está libre de guerras, pero sigue destacándose como la región más insegura de todo el mundo, con índices de violencia muy elevados (PNUD, 2005), y los países centroamericanos están a la cabeza; Guatemala, El Salvador y Honduras tienen niveles de criminalidad superiores a la media, Nicaragua se sitúa cerca de la media, y solamente Costa Rica es la excepción (Cruz, 2004). El Salvador se perfila como uno de los más violentos de todo el mundo, sobre todo en términos de homicidios (Gaborit, 2002). No sólo por el antecedente del conflicto, que propició la circulación de remanentes de armas, sino por la existencia de patrones de conducta que privilegian el uso de la violencia como forma de dirimir diferencias, como vía más común de la población para relacionarse.
La violencia tiene un papel en la formación de códigos morales que rigen las relaciones entre la población y los sistemas de poder: ha llegado a formar parte importante en el sistema de normas y valores sociales, formales e informales, que aceptan, toleran y retroalimentan las conductas violentas, y dictan pautas de relación entre las personas (PNUD, 2003). La aceptación de la violencia como norma no es sólo compartida entre los miembros de pandillas, al hacer un rito de iniciación que requiere de una paliza; esta aceptación se encuentra también, por ejemplo, al justificar el uso de violencia para disciplinar a un niño, argumentando que el castigo físico le ayudó a ser una mejor persona (Enfoques, 23 de octubre de 2005)* .
*En una encuesta realizada por la revista Enfoques de La Prensa Gráfica, se encontró que el 80.7% de encuestados mantenía este argumento. Incluso el procurador general de la República, Gregorio Sánchez Trejo, quien por mandato constitucional debe defender los intereses de los menores, justifica la aplicación del castigo físico a niños y niñas.

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